Un kilo de comida per cápita se desperdicia en la Argentina

Al cabo de un año, se derrochan unos 16 millones de toneladas de alimentos que podrían alcanzar la hoy utópica meta del Hambre cero. En el mundo, 1 de cada 9 personas no cuenta con la alimentación básica.

En un país con más del 30% de su población encuadrada en la pobreza, que se desperdicie un kilo de comida per cápita por día es casi tan llamativo como preocupante. Al año, los argentinos derrochamos 16 millones de toneladas de alimentos; una cifra en la que vale detenerse para repensar cómo darle un buen destino a aquello que termina absurdamente en un tacho de basura.

A escala mundial, las cuentas tampoco dan. Se producen alimentos para 12.000 millones de personas y somos 7.080 lo que habitamos este planeta desigual. Pese a esa supuesta proporción a favor, miles de seres humanos mueren cada día por los efectos devastadores del hambre. Según el Programa Mundial de Alimentos, alrededor de 795 millones de personas en el mundo no tienen suficientes alimentos para llevar una vida saludable y activa. Eso representa 1 de cada 9 personas en la tierra. El hambre y la desnutrición son considerados el principal riesgo a la salud, más que el SIDA, la malaria y la tuberculosis juntas.

El año pasado, Unilever y Carrefour, con el apoyo del Gobierno nacional y las Naciones Unidas, concretaron una alianza monitoreada por la FAO (la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura). Bajo el lema #NoTiresComida, la campaña hizo hincapié en evitar la pérdida y el desperdicio de alimentos.

La campaña, que se desarrolló en 596 sucursales de Carrefour de todo el país, formó parte del Programa Nacional de Reducción de Pérdida y Desperdicio de Alimentos, que apunta a que los consumidores incorporen consejos prácticos para cambiar sus hábitos y aprovechar al máximo cada alimento.

Una investigación de Champions 12.3 (una coalición de gobiernos, empresas, organizaciones internacionales y la sociedad civil, dedicada a causas de bien común) reveló que por cada dólar que las compañías invierten para reducir la pérdida y el desperdicio de alimentos, se ahorran U$S14 en costos de operación. Por lo que combatir el desperdicio es, además de una estrategia para empezar a menguar el hambre, un suculento negocio.

Cerca de un tercio de todos los alimentos producidos para el consumo humano se pierde indefectiblemente en el circuito que va de la producción al consumo. Este altísimo nivel de ineficiencia tiene un fuerte impacto económico, social y ambiental, causando pérdidas anuales cercanas a los $940.000 millones.

Producir estos alimentos consume prácticamente una cuarta parte del agua utilizada por la agricultura a escala mundial. Para graficar mejor, podría decirse que requiere un área cultivada del tamaño de China, a la vez que puede considerarse el “culpable” del 8% de las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero.

Para los analistas de este fenómeno que ya figura en la agenda de los líderes mundiales, reducir la pérdida y desperdicio de alimentos representaría una “triple victoria”: se ahorraría dinero para los hogares, los agricultores y las empresas. Paralelamente, avanzar positivamente en este sentido aliviaría la presión sistemática sobre el clima, el agua y los recursos de la tierra.

El plan es lograr en el 2030 reducir a la mitad los residuos alimenticios globales per cápita a nivel minorista y de consumo y pérdidas de alimentos a lo largo de las cadenas productivas y de suministro. Una meta que, como destino final, se propone llegar al todavía utópico “hambre cero”.

Un estudio realizado por el Instituto de Ingeniería Sanitaria de la Universidad de Buenos Aires (UBA), certificó que por día se tiran en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires entre 200 y 250 toneladas de alimentos, que representan unas 550.000 raciones de comida. En tanto que en el Área Metropolitana de Buenos Aires esa cifra asciende a 670 toneladas, lo que podría traducirse en nada menos que 1.675.000 platos de comida.

Para el mendocino Abel Albino, fundador de Conin y auténtico emblema de la lucha contra la desnutrición, “ver cómo se tira la leche (en referencia a una protesta en la que se vaciaron camiones enteros de ese lácteo), genera violencia psicológica. Es un capítulo más del desencuentro que padecemos los argentinos”.

En esa misma línea, Juan Ziegler, en su libro Destrucción masiva. Geopolítica del hambre, apuntó: “Cada cinco segundos un chico de menos de 10 años se muere de hambre, en un planeta rebosante de riquezas. Ello no es una fatalidad. Un chico que se muere de hambre es un chico asesinado”. La gran mayoría de personas que padecen hambre en el mundo vive en países en desarrollo, donde el 12.9% de la población presenta algún grado de desnutrición.

Otra voz autorizada en esta suerte de alerta planetaria es la del papa Francisco, quien condenó con énfasis la “cultura del desperdicio” y denunció que “los alimentos que se tiran a la basura son los que se roban de la mesa del pobre, del que tiene hambre. Tenemos que promover la cultura de la solidaridad”.

Una bienvenida luz al fondo del túnel la da un dato de la ONU que asegura que el hambre, que afectaba al 24% de la población mundial en 1990, se redujo al 15% en 2012, y debería llegar al 12% a finales de este año. Esto, claro está, no será posible sin el férreo compromiso político de los gobiernos y la acción solidaria de organizaciones sin fines de lucro que trabajan a diario para ganarle la pulseada al flagelo del hambre.

Proyectos como los de Banco de Alimentos, No + Hambre Argentina o Plato lleno, cuyos voluntarios rescatan la comida excedente en fiestas y eventos de todo tipo para cedérsela a personas en situación vulnerable que asisten a comedores, hogares y refugios, son una muestra contundente de que con inteligencia y sensibilidad siempre se puede dar una mano y ayudar al que más lo necesita. Una acción que todavía no todos los gobiernos quieren o pueden imitar a mayor escala.