Los 10 mejores libros de todos los tiempos

Don Quijote de la Mancha, Hamlet y La Divina Comedia son tres de las obras que dejaron una huella imborrable en los lectores a la lo largo de la historia

Las listas de los mejores libros (las mejores películas, las mejores canciones: lo que sea) tienen una tremenda capacidad de irritar, intrínsecamente derivada de sus criterios. Pueden ser estadísticos, académicos, comerciales, escolares; pueden arrogarse el misterioso terreno del arte, o el no menos insondable de la arbitrariedad.

¿Por qué no La Ilíada, de Homero, y no Edipo Rey, de Sófocles?

¿Y qué hay de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez? ¿Y El gran Gatsby (F. Scott Fitzerald), El sonido y la furia (William Faulkner), Fausto (J.W. von Goethe), Ulises (James Joyce), Los miserables (Víctor Hugo)? ¿Cómo no aparecen Herman Melville, Joseph Conrad, Charles Dickens, Virginia Woolf, Albert Camus, J.D. Salinger?

¿Y los contemporáneos? ¿Y las autoras mujeres? ¿La ciencia ficción? ¿La campus novel? ¿Las minorías étnicas, de género, de clase? ¿Las crónicas? ¿Y José Martí, el poeta máximo de América Latina? ¿Y otros poetas como John Milton, Charles Baudelaire, Walt Whitman, T.S. Eliot o Gabriela Mistral?

¿Y las obras para niños de todas las edades, como Alicia en el país de las maravillas (Lewis Carroll) o 20.000 leguas de viaje submarino (Julio Verne)? ¿Y las obras anómalas como Frankenstein (Mary Shelley) o Viaje al fin de la noche (Louis Férdinand Céline)? ¿Hay que indignarse por la omisión de Jane Austen, George Orwell, Thomas Mann, Marguerite Yourcenar, Juan Carlos Onetti, Hermann Broch, Samuel Beckett? ¿Voltaire?

Al menos algo a favor se puede decir sobre una lista de los 10 mejores publicada en un medio online: los usuarios pueden emplear los comentarios o las redes sociales para mejorarla, completarla, criticarla, confirmarla y hasta ignorarla y ofrecer la propia. ¡No hace falta sacar número para protestar! Esta es la selección de diez libros de todos los tiempos:

1. Don Quijote de la Mancha, Miguel de Cervantes (1605 y 1615)

Es tradición de las listas de libros en inglés ignorar la obra fundante de la literatura moderna en castellano. Y en las listas de libros en español, se acostumbra cuestionar la obra más conocida de Miguel de Cervantes Saavedra: ¿por qué no El coloquio de los perros, tanto más sofisticada en menos páginas? Acaso porque en Don Quijote de la Mancha es incesante el cruce entre lo real y lo ficticio, una semilla de la literatura en castellano que se escribiría en América: “Sancho, pues vos queréis que se os crea lo que habéis visto en el cielo, yo quiero que vos me creáis a mí lo que vi en la cueva de Montesinos”. O como escribió uno de sus escritores admiradores, Jorge Luis Borges: “El hidalgo fue un sueño de Cervantes / y don Quijote un sueño del hidalgo”.

Miguel de Cervantes va más allá de la novela de caballerías al declarar a su libro “hijo del entendimiento”; y al escribirlo como tal permite que los lectores sean siempre nuevos a lo largo de los siglos, hasta hoy. “Hay diferentes opiniones”, dijo Sancho en la segunda parte de la obra, sobre la primera: “Unos dicen: ‘loco, pero gracioso’; otros, ‘valiente, pero desgraciado’; otros, ‘cortés, pero impertinente'”. En su entrevista para The Paris Review, William Faulkner aseguró que leía el Quijote todos los años, como un creyente que regresa a la Biblia.
2. La Ilíada, Homero (siglo VIII aC)

En su Poética, Aristóteles señaló que una buena epopeya representa una acción única, no un conjunto de acontecimientos. Tal vez sea ese el acierto de La Ilíada: la obra atribuida al poeta griego Homero no cuenta la Guerra de Troya entera, sino su año décimo, el último; no se dispersa en los sentimientos de todos sus personajes sino que se concentra en las emociones del héroe, Aquiles. Las pérdidas de los griegos, los giros del destino, las intervenciones de los dioses y la caída de Troya se narran mediante los actos que generan la ira, el orgullo, el impulso de desagravio, el amor y la compasión de Aquiles.

Cuando Patroclo ultraja al “mejor de los aqueos”, en el primero de los 24 cantos del poema, el héroe se retira disgustado; su amigo Patroclo muere en la batalla, a manos de Héctor, y basta ese dolor para que Aquiles regrese, olvidado de cualquier ofensa, con la obsesión de vengarlo. Entre los troyanos que mata da por fin con Héctor, y arrastra su cadáver con furia. Pero Príamo lo convence de restituir el cuerpo: nada le devolverá a Patroclo, y el duelo se siente igual en todas las almas.

La obra comienza, memorablemente: “Canta, oh, musa, la cólera del pelida Aquiles; cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes, a quienes hizo presa de perros y pasto de aves”. No extraña que haya llegado a Hollywood, y hasta sobrevivido honrosamente a una versión cinematográfica interpretada por Brad Pitt: Troya, de Wolfgang Petersen.

3. Hamlet, William Shakespeare (entre 1599 y 1602)

Una de las obras más citadas de la lengua inglesa –”Morir: dormir; dormir, tal vez soñar”, por caso– es la tragedia del príncipe de Dinamarca que habita afligido el palacio donde su tío Claudio acaba de hacerse del trono y de la madre de Hamlet. A diferencia del modelo tradicional de acciones en escena, la pieza más extensa y más representada de William Shakespeare se centra en el carácter del personaje: un joven de comportamiento alocado, melancólico y con una filosofía escéptica, que ve al fantasma de su padre y accede a vengar su asesinato. Otra novedad que impuso Hamlet es la sucesión de monólogos, en lugar de actos, mediante los cuales el personaje principal comunica al público sus pensamientos y sus planes.

Sus temas son universales: el amor, la muerte, la traición, la revancha, la corrupción. La locura es otra cuestión de peso en la obra: Hamlet actúa de manera desquiciada, y también finge hacerlo. Es, también, una pieza que contiene otra pieza: para denunciar que Claudio mató a su padre y que su madre no cumplió con sus promesas matrimoniales, Hamlet orquesta una representación teatral en el palacio de Elsinore. Luego de eso las hostilidades entre el heredero y el usurpador crecen, y la lucha entre la voluntad de los hombres y la fuerza del destino cierra la historia.

4. La divina comedia, Dante Alighieri (entre 1304 y 1321)

“Por mí se va a la ciudad doliente. Por mí se va a las eternas penas. Por mí se va entre la gente perdida. La Justicia movió a mi autor supremo. Me hicieron el divino Poder, la suma Sabiduría y el Amor primero. Antes que yo no hubo cosa creada, sino lo eterno, y yo permaneceré eternamente. Dejad toda esperanza los que entráis”.

Con esa frase que resuena a cualquiera que lea las noticias –Siria, Turquía, violencia armada, femicidios– entra el personaje de Dante al Infierno, la primera parte de su Commedia, como la llamó dado que tenía final feliz, con la guía de su poeta admirado, Virgilio, el autor de la Eneida. Es joven, se halla “en el medio del camino de la vida”, rodeado por “una selva oscura”, o las tentaciones. Desciende por el cono de los nueve círculos y ve –expresados con una simbología prodigiosa, de la astronomía a la filosofía, de las matemáticas a la religión– los distintos grados de castigo para los distintos pecados. Debe sortear sus propios problemas: un león que encarna la soberbia, por ejemplo.

En las siete cornisas del Purgatorio los aventureros del alma se pierden; el agua del Leteo borra los pecados de Dante y así se puede dejar guiar por su enamorada Beatrice –la pura fe, allí donde Virgilio era la razón– al Paraíso.

Escrita en dialecto toscano, la Divina comedia se considera hoy la obra maestra de la literatura italiana: es la más famosa de su autor y también una bisagra perfecta entre el pensamiento medieval y el renacentista.

5. La guerra y la paz, León Tolstoi (1869)

Hace casi un siglo y medio que una de las obras máximas del ruso León Tolstoi –la otra, Anna Karenina– fue publicada, y todavía sigue entre los 100 libros más vendidos del planeta. No sólo es una apuesta ambiciosa contra los límites de la novela –una miríada de personajes, un arco de medio siglo– sino que también combina de modo desafiante la historia y la imaginación, los salones de la clase alta rusa y los campos de batalla, las pasiones y la reflexión filosófica. “Si todos lucharan por sus propias convicciones en el mundo, entonces no habría guerra”, se lee, por ejemplo. Aunque acaso la cita más famosa de La guerra y la paz sea otra: “Todas las familias felices se parecen entre sí; las infelices son desgraciadas en su propia manera”.

El libro ruso por excelencia abre en 1805, en una fiesta donde la aristocracia de San Petersburgo, tan lejos del poder rústico de la capital, Moscú, discute en francés las guerras napoleónicas. Entre los personajes reales como los emperadores Napoleón I y Alejandro I, se mezclan una miríada de criaturas imaginarias que pertenecen a las familias Bezújov, Bolkonsky, Rostov y Kuraguin: sus pasiones sostendrán la trama, que incluye las batallas de Austerlitz y Borodín.

Si el príncipe Andrei Bolkonsky es el personaje principal, su amigo el conde Pierre Bezukov es una suerte de alter ego del autor. Entre los dos se da una tensión de valores generacionales, que hablan de esos hombres y también de aquel mundo en transición.

6. Madame Bovary, Gustave Flaubert (1857)

“La intensa y trágica historia de esa campesinita normanda que quiso vivir todas las aventuras que cuentan las novelas y lo pagó tan caro”, describió Mario Vargas Llosa el libro que lleva a su límite la narrativa romántica de la época para convertirla en literatura realista y crítica social del siglo XIX. “Un puñado de personajes literarios han marcado mi vida de manera más durable que una buena parte de los seres de carne y hueso que he conocido”, escribió el premio Nobel en La orgía perpetua. Emma Bovary encabeza esa lista.

El relato es tan cerrado que a veces los lectores querrían escapar de las garras de Gustave Flaubert, confiar en que algún lugar del tejido quedará inacabado y por ese hueco se podrá respirar. Pero no. La historia de frustración, destrucción y traición de Emma Bovary termina con ella, con su familia, con su marido. Los amantes, instrumento de sus infidelidades, son apenas peones en el ajedrez de su destino trágico.

Emma soñaba con un matrimonio apasionado; el médico Bovary la tomó como un premio inmerecido, tan ajeno que no pudo verla como era. En esa trama de frustración crece la novela. “Los apetitos de la carne, las codicias del dinero y las melancolías de la pasión, todo se confundía en un mismo sufrimiento”: así explicó Flaubert el bovarismo, esa insatisfacción crónica que surge del choque entre las ilusiones y la realidad. Emma “se lamentaba del terciopelo que no tenía, de la felicidad que le faltaba, de sus sueños demasiado elevados, de su casa demasiado pequeña”.

7. El Aleph, Jorge Luis Borges (1949)

Esta colección de relatos reúne algunos de los más famosos del autor argentino: “El inmortal”, “Historia del guerrero y la cautiva”, “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz”, “Emma Zunz”, “La casa de Asterión”, “El Zahir”, “La escritura de Dios”, “Abenjacán el bojarí, muerto en su laberinto”, y el que da título al libro. Una pieza –el cuento y el objeto Aleph propiamente dicho– espectacular, sobre los vasos comunicantes de la realidad y la imaginación, una pequeña esfera que contiene el universo entero: “Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una pirámide, vi un laberinto roto (era Londres)”.

Los temas borgeanos clásicos, que en Ficciones transitaban lo fantástico, se arrojan aquí más allá, a un agua impura: lo extraordinario en un contexto perfectamente factible. La venganza, tema de “Emma Zunz”, presenta la pregunta “¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba?”. La especulación metafísica viste “El inmortal”: “Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal”. Los tigres circulan en “La escritura de Dios”: “Decir el tigre es decir los tigres que lo engendraron, los ciervos y tortugas que devoró, el pasto de que se alimentaron los ciervos, la tierra que fue madre del pasto, el cielo que dio luz a la tierra”.

De la nada al azar, del policial a la tradición argentina, el microcosmos de El Aleph contiene el universo infinito de Borges.

8. El proceso, Franz Kafka (1925)

A diferencia del caso de Flaubert, el neologismo que este escritor checo en lengua alemana legó al mundo sale de su nombre y no del de un personaje: lo kafkiano. Este adjetivo popular se aplica a una situación absurda, incomprensible, complicada, al borde de lo irreal.

No hace falta haber leído que a Josef K. dos custodios lo detienen una mañana y lo llevan ante un juez para que se le comunique su procesamiento. ¿Por qué? El hecho se desconoce. ¿Alguien lo acusó? Es un enigma. ¿Debe declarar ante un tribunal? Seguramente, pero no se sabe dónde ni cuándo. ¿Es una broma de sus compañeros de trabajo? No; podrá continuar con su vida normal siempre que acuda a los interrogatorios. ¿Acerca de qué? Imposible saberlo. Cualquiera que haya realizado, por ejemplo, trámites en oficinas gubernamentales, ha usado alguna vez la palabra kafkiano.

“En efecto, la defensa no está expresamente permitida por la ley; la justicia se limita a sufrirla y hasta se pregunta si el artículo del código que parece tolerarla, la tolera realmente”, dijo el abogado Huld, que terminará despedido porque su idea de defensa no ayuda mucho a Josef. Lentamente el acusado se va hundiendo en el miedo, en la culpa, en la duda sobre sí mismo. El juicio incomprensible ocupa el centro de su vida, y la devora: “La sentencia no se dicta de repente: el proceso se convierte poco a poco en sentencia”.

9. En busca del tiempo perdido, Marcel Proust (entre 1913 y 1927)

Acaso la escena más escalofriante de la opus magna del autor francés se halle en el tomo séptimo, y último, de esta saga: El tiempo recobrado. Los lectores se adentran en una fiesta de disfraces, pero en realidad ninguno de los invitados usa máscaras o trajes que no sean los propios: es que el tiempo ha pasado, los ha cambiado a todos, por fuera y por dentro. Pero la más conocida es la que abre el libro: el alter ego de Marcel Proust moja una magdalena en el té y su sabor le hace revivir el ayer.

“Cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo”, se lee al comienzo del primer volumen, Por el camino de Swann.

El estilo de la obra se caracteriza por las oraciones largas, larguísimas; de una puntuación perfecta y fatigosa, que obliga a tomar aire y maravilla al llegar al punto final y descubrir que, hélas, tiene sentido. El amor, la traición, la enfermedad, la muerte, la música, la guerra, la nobleza, la homosexualidad, la historia de Francia y el alma reciben un tratamiento tan moderno en las páginas de En busca del tiempo perdido, que Proust recibió tanto premios como rechazos.

10. Los hermanos Karamazov, Fiodor Dostoievsky (1880)

“Si Dios no existe, todo está permitido”, escribió Fiodor Dostoievsky en la novela que compite duramente con Crimen y castigo entre sus obras maestras. Quien no existe en la casa de Dmitri, Iván y Aliosha Karamazov es el padre Fiodor, o al menos su figura paternal amorosa: un ser que destila su corrupción –entre otras muchas cosas: es hipócrita, cruel, estúpido– en el desprecio del cuarto hijo, Smerdiakov, que tuvo tras violar a una discapacitada a su servicio.

Si el mayor es un bravucón alcohólico (un estereotipo del eslavo bárbaro de ayer) y el menor un alma sensible (el porvenir venturoso en el cual se filtra el autor), Iván es el intelectual reservado, el nuevo ruso occidentalizado, capaz de calcular el homicidio de Fiodor aunque lo cometa uno de sus hermanos y la culpa recaiga sobre otro. “Todos somos culpables de la muerte del padre, todos”, argumenta. “Porque todos deseamos su muerte, todos somos parricidas”.

Dostoievsky abunda en la cuestión moral y religiosa del delito y la pena, de la culpa y la penitencia, de la contradicción humana entre la honradez y la apariencia de honor que se filtra entre ellas: “Si fuera golpeado por todos los horrores de la decepción humana, aún entonces no sentiría menos ganas de vivir, y puesto que me he llevado esa copa a los labios, no la abandonaré hasta haberla vaciado”, dice el hermano Karamazov que menos razones tiene para hacerlo.