Escala de selva y playa, en Panamá

Buenos datos para aprovechar el tiempo entre dos vuelos al conectar en el hub de este país y conocer su capital y la exuberante región céntrica, además de admirar el canal y hacer compras

¿Panamá? ¿Hay algo más que malls, compras y, por supuesto, el famoso canal? Es cierto que se convirtió en uno de los destinos donde más se recalientan las tarjetas de crédito, como Miami o últimamente Santiago de Chile. Pero sería ingenuo creer que sólo se puede salir a comprar durante una escala entre dos vuelos, uno de los motivos frecuentes para encontrarse en este país, centro de conexión entre las Américas y el Caribe.

Tienen la palabra quienes vuelven de las playas de Bocas del Toro o el archipiélago de San Blas. La tienen también quienes aprovechan una escala de medio día para descubrir un mundo insospechado en las afueras mismas de la ciudad: aquí se puede pasar, en sólo un par de horas, de una Manhattan tropical con su selva de torres a la auténtica selva, entre perezosos e indios embera.

Un elefante en América

El aeropuerto de Panamá está en construcción constante. Se agranda y agranda para recibir un número de vuelos siempre mayor: tal como el istmo une las Américas, el hub une los vuelos entre sur y norte, entre el Caribe y Centroamérica. Es más que probable pasar por allí al ir y venir entre dos puntos de ambos hemisferios.

Esas escalas son ideales para extender la estadía y explorar más. Por empezar, sin salir de la ciudad, está el Museo de la Biodiversidad. Imposible no verlo: su techo de paneles multicolores acapara la vista desde cualquier punto de la costanera. Se levanta en la entrada del canal, frente a las aguas del Pacífico. Al igual que el nuevo complejo Hard Rock -que acumula restaurantes, un hotel, casino, sala de espectáculos y tiendas- es una de las vidrieras del nuevo Panamá. Abrió en 2014 en el único edificio construido por Frank Gehry en América latina. Es la mejor manera de entender por fin la orientación de Panamá, de oeste a este, separando el Caribe del Pacífico con una franja de tierra de solo 50 kilómetros en su punto más estrecho: así el Pacífico -que habitualmente ubicamos al oeste- se encuentra en el borde sur del país, y sus aguas bañan la costanera urbana.
Detrás de los ventanales, al reparo de una deliciosa corriente de aire fresco -afuera la temperatura sobrepasa los 35°C- se ven dos caras distintas de Panamá: por un lado la bahía con la ciudad histórica y a su costado las torres; por otro la entrada del canal y la larga hilera de cargueros que esperan turno para ingresar hacia las esclusas de Miraflores. El museo permite asomarse a la increíble biodiversidad del pequeño territorio (más de mil especies de aves y 10.500 plantas, en tanto aún se descubren nuevas variedades de fauna y flora en las montañas del oeste parcialmente inexploradas). Se explica también cómo se formó el istmo, entre erupciones volcánicas y acumulaciones de sedimento, hasta llegar finalmente a la sala del Gran Intercambio, la más impactante, donde se muestra cómo pasó la fauna de un continente al otro hace tres millones de años.

En medio de megaterios, tigres dientes de sable, gliptodontes y águilas, se puede saber que hubo elefantes en las Américas y que los ancestros de las llamas y guanacos vinieron desde América del Norte. Y los científicos saben que los últimos gonfotéridos -primos de los actuales paquidermos- fueron contemporáneos de los primeros grupos humanos que colonizaron el hemisferio americano.

Cerro Ancón

La vista de Panamá desde el museo de Gehry no es la única. El Cerro Ancón también es un mirador ideal que revela aún más claramente la dicotomía entre el barrio financiero, erizado de torres, y el casco antiguo, un mosaico de calles estrechas, tejas rojas y campanarios blancos. La montaña urbana flirtea con los 200 metros de altura. Fue un barrio residencial para el personal jerárquico de la administración norteamericana del canal y actualmente se está volcando al turismo, con la apertura de hoteles y un parque dominado por una gigantesca bandera panameña. Ancón es al mismo tiempo un buen apostadero para avistar aves y algunos de los agutíes que merodean en los jardines de las casas, al atardecer. Desde los miradores se observan también el canal, el complejo portuario-ferroviario, las esclusas de Miraflores y el Puente de las Américas. Con un buen zoom se llega a percibir claramente la diferencia del nivel de las aguas entre el lago interior y la base de las esclusas.

El otro punto panorámico sobre el canal es desde ese mismo puente, enmarcado por bosques tropicales. Durante mucho tiempo fue la única vía para circular desde la ciudad hacia el oeste del país. Ahora la autopista Panamá-La Chorrera descongestiona mucho el tránsito, aunque sigue muy denso en horas pico y los fines de semana. Tras cruzar el Puente de las Américas hay una base panorámica, ambientada con decoración oriental regalada por China, desde donde se ven los dos canales: el histórico y el nuevo, preparado para los buques de tamaño neopanamax.

Cerramos el capítulo “canal” con una visita al complejo de Miraflores y su centro de interpretación. Es un clásico infaltable en una primera visita, tanto por el interés del pequeño museo, muy bien presentado, como por la terraza que permite divisar el milimétrico paso de los cargueros. En camino se pasa por la zona de Albrook, sede de un mall muy promocionado para los turistas (y muchas veces incluido en un mismo recorrido Miraflores-Miratiendas).

Arena y sol

Luego de cruzar el canal, la ruta atraviesa zonas cada vez menos urbanizadas, con paradores donde se comen por poco dinero platos típicos a base de carne frita y arroz. Así se muestra la Panamericana saliendo de Ciudad de Panamá, en dirección al oeste: muy distinta al lejano tramo de la zona norte de Buenos Aires.

Se la conoce como la ruta de las playas porque los fines de semana ven pasar hileras de autos hacia Coronado, que se está transformando en el balneario más concurrido del país. Queda a una hora de la capital, sobre el Pacífico y todas las grandes cadenas del Caribe ya abrieron o están por abrir un hotel. Más cercana que San Blas y Bocas del Toro, se llena los fines de semana y en vacaciones. Para los turistas de paso, sin tiempo para llegar hasta los archipiélagos de la costa caribeña, es una buena opción a orillas de un Pacífico de aguas finalmente cálidas, lejos, muy lejos, de la corriente de Humboldt.

La Panamericana sigue, luego de Coronado, en dirección a la península de Azuero, región de pueblitos y campos de caña de azúcar. A pesar de su importancia, esta excursión, durante la cual se muestran tumbas y pequeños menhires, no es tan popular como las que exploran la selva, a menos de una hora de la ciudad.

Un resort en la jungla

El lejano oeste de Panamá (una lejanía relativa ya que se cruza el país en apenas una hora de avión) es el lugar ideal para tomar contacto con la inquietante selva tropical. En la frontera con Costa Rica, las montañas están cubiertas por una densa nuboselva envuelta en nieblas y lluvias la mayor parte del día. Para acceder a estas visitas hace falta más tiempo, pero no tenerlo no implica renunciar a la selva panameña: las orillas mismas del canal, a tiro de piedra desde la capital, también son zonas naturales protegidas.

En una de ellas funciona el complejo de Gamboa, un pueblo de los antiguos administradores reconvertido en centro hotelero, rodeado por la selva y las aguas del río Chagres. El Rainforest Resort ofrece una jornada completa con navegación, almuerzo y paseo en teleférico. El día empieza en lancha por el Chagres, junto a los cargueros, hasta algunas islas donde viven colonias de monos titís. Tras el almuerzo se sigue viaje en camioneta por un sendero selvático hasta un teleférico ecológico para sobrevolar los árboles y ver perezosos. Hay que buscarlos en las ramas más altas, donde sus siluetas se mueven lentísimamente. El paseo culmina en una torre sobre una colina, con un panorama sobre las cuencas del canal y el río Chagres. En el regreso se pasa por un mariposario, un orquideario y un ranario, donde se ven las famosas ranitas de piel colorida-pero venenosa- endémicas de la selva panameña.

Tony, el tucán

Para el final, lo mejor: un día compartido con los emberas quera, la comunidad de una de las siete etnias reconocidas por el gobierno panameño. Originalmente los emberas vienen del Darién, la impenetrable selva que forma una barrera natural en la frontera con Colombia. Algunos se acercaron a la civilización moderna y decidieron dedicarse al turismo. Como los quera, instalados a orillas de un recodo del río Gatún, cerca de Colón y de la costa caribeña.

Hicieron las cosas en grande y varias familias prosperan gracias a un emprendimiento que no para de crecer: además de la visita de jornada, construyeron un helipuerto para huéspedes VIP y un par de casas tradicionales que alquilan para pernoctes (en lugar de camas, hamacas). Para la excursión clásica, van a buscar a sus visitantes en piragua navegando por el río y los llevan hasta la comunidad. Allí el día transcurre entre charlas, danzas, un recorrido por el pueblo y su pequeña escuela, un paseo para conocer las plantas medicinales, sesiones de tatuaje vegetal, un almuerzo con plátanos y pescado y una visita al mercado con sus artesanías. El máximo protagonista de la jornada es Tony, un tucán domesticado que pelea duramente cualquier tipo de comida y aterroriza a los chicos, sean los del pueblo o los que están de visita. Tony es mucho más que la mascota; es el famoso local: aparece en los videos posteados en YouTube y en los comentarios de los internautas.

Al costado de la gran choza comunitaria, algún perezoso apenas se mueve en el árbol vecino. El día termina y los quera preparan la lancha para regresar al muelle. ¿Cuántos se habrán decidido a volver a Panamá en ese preciso momento, para repetir la experiencia o para explorar un poco más este pequeño país de gran naturaleza?