Dueño de un motel espiaba a sus huéspedes teniendo sexo

Gay Talese relató la vida del dueño de un hotel de Colorado que modificó sus cuartos para observar a sus huéspedes entre los 60 y los 90. Sexo, drogas, muerte y las fronteras lábiles de la ética del periodismo

A los 84 años, no es un novato en el campo del escándalo: después de todo, Gay Talese vivió en un centro nudista de California con su mujer y tuvo un romance con su vecina, estudió a la mafia e indagó en las entrañas de The New York Times para escribir tres de sus 12 obras.

Ni siquiera había pasado una semana del revuelo que despertó en Twitter por haber declarado en una conferencia que no se le ocurría un solo nombre de periodista mujer que lo hubiera inspirado, cuando publicó en The New Yorker el artículo de quince páginas”The Voyeur’s Motel” (“El hotel del mirón”), y desató una controversia enorme sobre los límites éticos del periodismo.

El texto es, en realidad, un fragmento del libro que, con ese mismo título, saldrá el 12 de julio en los Estados Unidos: la historia del dueño del Manor House Motel, en Colorado, que durante 30 años espió las actividades sexuales —y también las delictivas, como varias transacciones de drogas ilegales e incluso un homicidio— de sus huéspedes, quienes jamás sospecharon que eran objeto de entretenimiento y excitación ajena, confiados en el pacto de privacidad que representa registrarse en un hotel.

Entre 1966 y 1995 —cuando vendió el hotel, junto con otro que poseía— Gerald Foos vivió en el delirio de confundir su realidad de mirón con la tarea de un investigador, al estilo de Alfred Kinsey o William Masters y Virginia Johnson.

Desde 1980, cuando el voyeur lo contactó y lo invitó a conocer sus instalaciones secretas, Talese supo que en el hospedaje de Colfax Avenue, en Aurora —el suburbio de Denver donde James Holmes abrió fuego en el cine que estrenaba Batman, el caballero de la noche asciende y causó 12 muertos y 58 heridos— se cometían delitos. Como se comprometió a no escribir sobre ellas, se halló siempre en libertad de denunciar a Foos: no había ido al hotel como periodista, sino como una persona curiosa.

Nunca lo hizo.

¿Periodista o también voyeur?
La razón por la cual Talese mantuvo silencio durante casi 15 años, a sabiendas de que la violación a la privacidad de los hospedados continuaba, es materia de polémica en los medios de los Estados Unidos.

¿Confiaba en que algún día el mirón le permitiría contar su historia, como finalmente sucedió, una vez que pasó el tiempo de prescripción de los delitos?

¿Tenía un acuerdo secreto, por el cual la editorial que contratase su libro le pagaría para citar los diarios que llevó sobre su espionaje, tal como hizo Grove Atlantic, el sello que publicará “The Voyeur’s Motel”?

¿O temía ser considerado cómplice? Porque lo primero que el autor de Honrarás a tu padre hizo al llegar a Manor House fue verificar con sus propios ojos que lo que el hotelero decía era cierto: “Vi lo que Foos hacía, e hice lo mismo: me arrodillé y me arrastré hacia las hendijas iluminadas”, publicó en The New Yorker. “Entonces estiré el cuello para ver tanto como podía por el respiradero, y al hacerlo casi choqué la cabeza con la de Foos. Por fin vi a una pareja desnuda, tumbada sobre la cama debajo de nosotros, concentrada en el sexo oral. Foos y yo miramos bastante rato”, escribió.

“A pesar de la voz insistente dentro de mi cabeza que me decía que dejara de mirar, seguí observando, y bajé la cabeza aún más para mirar más de cerca. No me di cuenta de que al hacerlo mi corbata se había deslizado por una de las hendijas de la pantalla y que colgaba en la habitación del hotel a pocos metros de la cabeza de la mujer”. Pero ella estaba de espaldas y el hombre tenía los ojos cerrados; Foos subió la corbata suavemente.

La primera línea de El reino y el poder, que Talese publicó en 1969, le sonó a premonición: “La mayoría de los periodistas son voyeurs infatigables que ven las verrugas del mundo, las imperfecciones de las personas y los lugares”.

La polémica sobre la fuente reservada
“Como ciudadano, Talese tenía la obligación de revelar la conducta repulsiva, peligrosa e ilegal de Foos, y no lo hizo”, escribió Isaac Chotiner en Slate. En su opinión, la secuencia de hechos lo dice todo.

“Talese firma un acuerdo de confidencialidad”, resumió. “Luego va y espía a dos personas que tienen relaciones sexuales en el hotel. Entonces Foos, luego de que pasara el tiempo suficiente como para que no se metiera en problemas, vende su historia, y Talese vende su libro”.

Entre los varios artículos que The Washington Post dedicó al debate, el de Erik Wemple, recordó que muchas veces el periodismo y las leyes se enfrentan a conflictos de intereses, donde ambas partes tienen razón. “Sólo en periodismo uno buscaría cultivar una relación de tres décadas con un perverso”, escribió Wemple. “La insistencia retroactiva en que Talese tendría que haber acudido a la policía afecta la legitimidad misma del periodismo. Apenas el público comience a ver a los periodistas como una extensión de los informantes policiales, adiós”.

Manor House Motel, el lugar donde Gerald Foos espiaba a sus huéspedes teniendo sexo
“El voyeurismo no es investigación”, tituló Joanna Rothkopf su texto para Jezebel, en el cual varios sexólogos explican los requisitos básicos de la investigación —como consentimiento y reproductibilidad— que, por su ausencia, hacen de Foos un Napoleón de neuropsiquiátrico más que un científico.

“¿Cómo se puede justificar el papel de Talese en este proyecto como periodista?”, preguntó la autora. “No sólo pagó para reproducir observaciones obtenidas sin ética, sino que también protegió a alguien que violó la ley probablemente cientos y cientos de veces”.

Sonny Bunch, en The Washington Free Beacon, cuestionó también la pasividad de los lectores: “¿No somos también mirones por haber leído el artículo? ¿Hemos transgredido algún límite moral? ¿Estamos haciendo que esta gente vuelva a ser víctima una y otra vez?”. Comparó el acto de contribuir a que el texto esté entre los más vistos de The New Yorker con mirar las fotos que se filtraron de Jennifer Lawrence y Kate Upton desnudas.

Una carta sin remitente
“Conozco a un hombre casado y padre de dos hijos que hace muchos años compró un hotel de 21 habitaciones cerca de Denver para convertirse en su voyeur residente”, comenzó su artículo Talese, uno de los nombres más respetados del Nuevo Periodismo junto con Tom Wolfe, Truman Capote, Joan Didion y Norman Mailer.

“Con la ayuda de su mujer, cortó huecos rectangulares de 15 cm por 38 cm en el cielorraso de más de una docena de habitaciones”, describió. “Luego cubrió las aberturas con pantallas de aluminio ranuradas, que parecían rejillas de ventilación, pero en realidad eran conductos de observación que le permitían, arrodillado en el ático, mirar a sus huéspedes en los cuartos debajo de él. Los observó durante décadas, mientras mantuvo un registro escrito exhaustivo de lo que vio y escuchó. Ni una sola vez, durante todos esos años, lo descubrieron”.

Talese recordó a continuación que el 7 de enero de 1980 recibió una carta en su casa de Nueva York, en la cual un ser anónimo se presentaba como un lector expectante de La mujer de tu prójimo —un retrato en detalle del sexo en los Estados Unidos antes de la irrupción del sida, desde los divorcios en los suburbios hasta la mansión Playboy, desde la liberación femenina hasta las casas de masajes— y, sobre todo, como alguien que puede hacer un gran aporte a la obra de Talese. Le describió los miradores en las habitaciones, y le explicó: “La razón por la cual compré este hotel fue para satisfacer mis tendencias de voyeur y mi interés imperioso por todas las formas en las cuales las personas viven sus vidas, tanto en lo social como en lo sexual”. Aclaró: “Lo hice puramente por mi curiosidad sin límites por la gente, y no como un mirón trastornado”. Para probarlo tenía un diario en el que elaboraba una estadística casera, con las actividades que realizaban los huéspedes, sus conversaciones, sus edades, su aspecto físico, su procedencia geográfica.

Entre los 60 y los 90 espió los cambios en los hábitos sexuales que los investigadores observaron en otros ambientes, como la aparición de parejas de distintas etnias o el sexo grupal. Le interesaban mucho las prácticas lesbianas, dijo a Talese; tenía un catálogo de infidelidades. Conocía todas las emociones humanas, aseguró. La falta de consentimiento de los sujetos no era una violación de su intimidad desde su perspectiva: era una garantía de autenticidad.

Nunca sintió culpa por sus actos. Argumentó algo similar a sostener que no se ha producido un robo cuando el propietario no advierte la ausencia del objeto: “No hay invasión de la privacidad si nadie se queja”. No obstante, temía ser descubierto. Por eso no podía revelar su identidad hasta que Talese se comprometiera a reservarla. Y lo invitaba a conocer el hotel porque seguramente el escritor podría narrar esa “información confidencial” que podía “ser valiosa para la gente en general y los investigadores del sexo en particular”, algo para lo cual él carecía de talento.

Cuando llegó al aeropuerto de Denver, no vio nada especial en el hombre de 1,80 m y algo excedido de peso, con los ojos castaños detrás de unos espejuelos de carey, en algún punto entre sus 40 y sus 50 años. Un tipo simpático, le pareció, indistinguible de los demás pasajeros del vuelo que acababa de hacer.

Foos le prometió: “Lo acomodaremos en una de las habitaciones que no me da privilegios de vista”.

Lo que el hotelero vio
Desde pequeño a Foos le gustaba mirar: durante más de seis años observó a la hermana de su madre desnuda en su habitación, cada noche. Ya adulto, compensaba el tedio del trabajo al dar vueltas por Aurora en busca de persianas que le habilitaran alguna emoción ajena, que pronto hacía suya.

Estaba casado con Donna, su primera mujer, a quien le había dicho que espiar le daba “un sentimiento de poder”. Atribuyó la comprensión de su esposa a que era enfermera: “Lo ha visto todo —la muerte, la enfermedad, el dolor, todos los desórdenes que existe—, cuesta mucho conmocionar a una enfermera”. A veces ella lo acompañaba en sus excursiones, y lo estimuló a que tomara notas de lo que veía.

Talese comparó al voyeur como un historiador social por accidente: alguien que mientras pasa horas a la espera de observar el detalle anatómico perfecto en una práctica sexual que lo excita puede ver la rutina humana ordinaria, “demasiado tediosamente real para los reality shows”.

Las miles de horas frente al televisor, las discusiones sobre el dinero, los hábitos de las personas en el baño (Foos, experto en todo, expresó sus propuestas para rediseñar los inodoros), la falta de modales a la hora de tragar comida rápida, las lágrimas de una mujer luego de la partida del gigoló, el amor de una joven por su marido lisiado en Vietnam, la depresión, la ansiedad, el enojo… “Esto es la vida real”, citó Talese el diario de Foos, que ocupa un tercio de The Voyeur’s Motel.

“¡Son personas reales! No puede disgustarme más el hecho de tener que cargar solo con el peso de mis observaciones”. Más avanzado su delirio, hizo un elogio de lo que consideraba su misión: “Se podrían implementar de inmediato abordajes muy distintos de la vida si nuestra sociedad tuviera la oportunidad de ser voyeur por un día”.

Convencido del valor investigativo de lo que hacía, en 1974 Foos registró 329 actos sexuales a partir de los cuales catalogó a las personas: 12%, altamente sexuales; 62%, con vidas sexuales moderadamente activas; 22%, con bajo interés en el sexo; 3% sin eventos sexuales.

Lo que el hotelero hubiera preferido no ver
En una entrada de 1977 el voyeur admitió que había conocido su límite.

“Lo que vio fue un homicidio. Ocurrió en la habitación 10”, escribió Talese.

Foos había observado que la pareja de veinteañeros que se alojaba en el hotel por varias semanas tenía muchos visitantes. No eran amigos: eran compradores de marihuana.

Ya otras veces había tenido vendedores de sustancias ilegales alojados; su método, dada la inacción policial de la que se quejó ante Talese, consistía en tirar las drogas a la basura o por el excusado. “Sin repercusiones”, lo había hecho, hasta que el joven de la habitación 10 acusó a la chica de haberlo robado y la mató. Tomó sus cosas y escapó.

Foos, que vio la pelea y el estrangulamiento desde el ático, no hizo nada.

Argumentó que había visto que el pecho de la muchacha se movía, y que en consecuencia creyó que había sobrevivido. Además, “razonó que nada podía hacer de todos modos”, siguió Talese, y citó el diario, que en su veloz alejamiento de la realidad Foos escribía en tercera persona: “En ese momento sólo era un observador y no un denunciante, y no existía en lo que concernía a los sujetos masculino y femenino”.

A la mañana siguiente una mucama encontró el cuerpo, según el voyeur, y él llamó a la policía. “Cuando los oficiales llegaron, les dio el nombre, la descripción y la placa del auto del traficante. No dijo que había observado el homicidio”, apuntó Talese.

En realidad, ni siquiera se sabe si el homicidio sucedió.

Gay Talese en su juventud. Es uno de los máximos exponentes del llamado “Nuevo Periodismo”. Su prosa y vida hablan por sí.
Talese no encontró registro oficial alguno del caso en Manor House. En The Washington Post, Paul Farhi escribió que ocho días antes de la entrada en el diario, el 3 de noviembre de 1977, la joven Irene Cruz fue asesinada en una habitación de hotel en Denver. “Una mucama descubrió el cuerpo. La policía dijo que había sido estrangulada. Hasta hoy nadie ha sido imputado por el delito”: las similitudes, argumentó, dan lugar a muchas preguntas. Entre las más importantes: “¿El homicidio que Foos describió realmente sucedió? Y si no sucedió, ¿qué otros contenidos del diario que le dio a Talese se tienen que considerar dudosos?”.

David Remnick, el director de la revista que anticipó The Voyeur’s Motel, le dijo a Farhi: “Aunque la escena es por cierto muy perturbadora (Talese escribió que estaba ‘escandalizado y sorprendido’ al leerla en el diario) The New Yorker no cree que Talese o la publicación hayan violado ningún límite legal o ético al ofrecer el relato de Foos al lector”.

Amenazado, Foos quiere privacidad
¿Cuál fue el papel del periodista?

El propio Talese se lo pregunta, y juega con opciones: “Era su amigo por correspondencia, su confesor, o un segundo en una vida secreta que eligió no mantener completamente en secreto”. Muchas veces a lo largo de los años de su relación, pensó en romper el vínculo. Pensó en la posibilidad de que Foos fuera enjuciado. Se preguntó si lo citarían a declarar.

Alguien podría alegar complicidad, en ese caso.

No obstante, continuó el intercambio de cartas. Luego de un silencio largo, en 1985 supo de la muerte de Donna y del segundo casamiento de Foos, con Anita, quien “se consideraba a sí misma una voyeur con todo”, la describió el autor. En 1995 recibió la noticia de que, impedido por la artritis de subir al ático y arrastrarse para espiar, el hotelero había vendido Manor House.

Hacía mucho que no tenían contacto cuando en julio de 2012 Talese llamó a Foos. Acababa de suceder la masacre de Aurora. El ex hotelero le dijo que conocía el apartamento donde había vivido el asesino: su hijo había sido el inquilino anterior. De ese contacto retomado sale The Voyeur’s Motel.

Para su artículo, el periodista de Slate escribió al correo electrónico de Talese con varias preguntas. El autor de Retratos y encuentros se demoró en responderle. Había viajado a Colorado, le dijo, preocupado “por las amenazas de muerte contra el voyeur que mi escrito acaba de exponer”. La policía vigilaba la casa de Foos, que no había salido luego de llamadas intimidatorias.

“Del mismo modo que él se sintió responsable por la muerte que no previno, también yo me siento responsable por comunicar su relación tan complicada y controvertida con la compulsión de invadir la privacidad de otras personas, que ha tenido toda la vida”, le escribió Talese a Chotiner. “Y ahora que los Estados Unidos son una nación voyeur [dijo, en referencia a la crítica de Foos a la recolección de inteligencia en nombre de la seguridad nacional, como cita en el libro] es casi patético mirar al mirón petrificado, en busca de privacidad”.